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miércoles, 11 de enero de 2012

Mi Padre odia la cebolla frita.


El destino me ha regalado la respuesta del porqué mi Padre odia la cebolla frita. 
Paseábamos ambos por el casco antiguo de esa ciudad que tanto nos ha dado, y entre risas, muecas y guiños, me encontré con la respuesta a algo tan cotidiano y tan ordinario que ni tan solo se me había ocurrido preguntar el porqué. 
Aunque con él siempre lo normal se convierte en apasionante... esa tarde se tornó en sorpresa.

Haría así como que 70 y tantos años atrás, y corrían años de guerra cuando el antecesor de mi antecesor había sido llamado a filas... y poco a poco fui imaginándome el Badajoz de la época, colocando en cada paso detalles de república y de miseria. Durante ese paseo en la ciudad desaparecieron los coches, las farolas y el adoquinado. Todo se volvió sucio, maloliente y humeante. La gente, como por obra de magia, cambió de atuendos y de expresión. Y yo me sentía mas cerca que nunca de mi abuelo, pisando sobre el suelo que él probablemente tantas veces había pisado.
 Todo ello ocurría a la vez que me imaginaba a un niño en plena era en cualquier tarde de agosto, junto al canto de la chicharra,  con la boca abierta y los piés inundados en trigo, escuchando casi sin pestañear las historias que su padre había vivido durante la guerra civil española.
Se había librado de la mili gracias al tráfico de influencias que reprimendaban la injusticia que consistía la militancia. Pero al estallar la guerra civil, fue convocado y rescatado para servir a la Patria sin argumento ni sentido alguno. Así aterrizó en Badajoz y comenzó su enamoramiento con esta ciudad.  Fue un romance a primera vista, y se marcó de una forma profunda, tan profunda que ahora al escribir estas palabras parece que me doliera la propia sangre.
Los vaivenes fueron continuos y variados, y los detalles de los acontecimientos generaban cambios bruscos que hicieron que al final por no tener meses de servicio en combate acabara volviendo al pueblo una vez concluida la guerra. Y fue justo esa noche en la misma puerta de la catedral donde se desarrolló esa animadversión de mi padre. Al parecer, los crueles y heroicos ganadores (si es que hubo alguno) celebraron la victoria con grandes calderos de cebolla frita salteadas por toda la plaza, y el aroma se esparció por todo Badajoz, como si de una peste anunciadora de muerte y sufrimiento se tratara.